La levedad del hormigón de Fernando Castillo
Artículo de Fernando Castillo publicado en la revista web Libros con nocturnidad y alevosía
Alcanzar la condición de excepción, de caso único en el conjunto de una generación de profesionales destacados, es sin duda una carta de presentación importante. Es lo que le sucede al ingeniero Eduardo Torroja, el ingeniero de la Generación del 25, una brillante promoción a la que también podría llamarse la de los arquitectos del 27. Son aquellos profesionales entregados a la Nueva Arquitectura, la que se acercaba al que en la época se llamaba el Arte Nuevo, formada por un conjunto de jóvenes profesionales graduados en los mismos años, que emprende la modernización del muy anquilosado panorama arquitectónico español e incorpora a esta actividad los nuevos lenguajes racionalistas y funcionales, así como aquellos otros más vanguardistas se aplicaban en el arte, la literatura y la música, con idéntica voluntad de renovación.
Esta generación arquitectónica de 1925, que también contó con la complicidad de algunos destacados arquitectos de mayor edad receptivos a las novedades estéticas, estaba formada. entre otros, por Rafael Bergamín, Manuel Sánchez Arcas, Secundino Zuazo, Carlos Arniches, Martín Domínguez, Fernando García Mercadal, Luis Lacasa, Luis Gutiérrez Soto, Manuel Sánchez Arcas, Pascual Bravo Sanfeliú, Casto Fernández Shaw, Gustavo Fernández Balbuena, Modesto López Otero, Luis Blanco Soler, Miguel de los Santos Nicolás, Agustín Aguirre… A ellos se unió, desempeñando un destacadísimo papel, el ingeniero de caminos Eduardo Torroja, quizás un poco oculto por tanto arquitecto, quien gracias a su dominio de la técnica y a su poética del hormigón, realizó y permitió que se realizaran construcciones de formas y dimensiones desconocidas, rompiendo con el decorativismo y el eclecticismo de aquellos que el brillante José Manuel Aizpurua tildaba de pasteleros.
Eduardo Torroja, madrileño de 1899 e ingeniero de caminos de la promoción de 1923, comenzó su actividad constructora en la segunda mitad de los veinte dentro de la empresa Hidrocivil, dedicándose fundamentalmente al diseño y construcción de puentes dentro de la política de obras públicas de la Dictadura de Primo de Rivera. Antes de finalizar la década fundó su propia empresa en Madrid, al tiempo que se despertaba su interés por las soluciones de la arquitectura moderna, especialmente por el racionalismo y las nuevas formas y soluciones, al tiempo que un decidido interés por combinar la técnica, la resistencia y el material con la estética, es decir, con la idea artística. Esta combinación de sensibilidades e intereses, de perspectiva ingenieril, arquitectónica y artística, de técnica y arte, es la que definirá la trayectoria profesional de Eduardo Torroja y la que distinguirá sus obras.
No es de extrañar que al final de su vida, en el libro Razón y Ser de los Tipos Estructurales, resumiese su idea de la ingeniería, de los materiales y de la relación con la estética que había guiado su actividad profesional. En este texto, Torroja afirma que: el nacimiento de un conjunto estructural, resultado de un proceso creador, fusión de técnica con arte, de ingenio con estudio, de imaginación con sensibilidad, escapa del puro dominio de la lógica para entrar en las secretas fronteras de la inspiración. Antes, y por encima de todo cálculo está la idea, moldeadora del material en forma resistente, para cumplir su misión. Ante estas palabras, no es de extrañar que Torroja desplegara una verdadera poética del hormigón en la que las formas diseñadas alcanzan categoría artística, desde el lirismo un tanto geométrico y abstracto de la cubierta del Hipódromo de la Zarzuela a la rotundidad escultórica del depósito de agua de la localidad marroquí de Fedala.
Entre los nuevos arquitectos agrupados alrededor de la Generación del 25 fue habitual trabajar en común, lo que supone un elemento más de ruptura con la arquitectura anterior, más individualista, y un sino de los cambios que traía la época. Esta novedad permitió la aparición de equipos tan efectivos como de resonancias clásicas, tal que los formados por Lacasa y Sánchez Arcas, Bergamín y Blanco Soler, Arniches y Domínguez, Azpiroz y Ferrero o el de los más jóvenes Aizpurúa y Labayen. Con algunos de ellos, y con otros formados para la ocasión, colaboró Eduardo Torroja, dejando su sello en proyectos novedosos en los que la arquitectura y las formas se contemplaban de manera muy diferente de lo visto hasta entonces en España. El ingeniero no solo se ocupó de los aspectos técnicos de las construcciones, referidos a las cuestiones estructurales, sino que también conectó el proyecto con el lenguaje de la Nueva Arquitectura y con una decidida vocación plástica que destaca en la mayoría de sus obras.
Entre los principales proyectos en los que participó Eduardo Torroja antes de la Guerra Civil, sin duda los años dorados del ingeniero y de la Nueva Arquitectura, destacan los trabajos realizados en la Ciudad Universitaria de Madrid, la magna empresa encomendada a Modesto López Otero a finales de los años veinte, quien reunió para a la ocasión a lo más destacado de los arquitectos del momento, es decir, a quienes compartían el interés por el funcionalismo dentro de la Generación del 25. Para la empresa convocó a profesionales como Luis Lacasa, Manuel Sánchez Arcas, Miguel de los Santos Nicolás, Agustín Aguirre y al ingeniero Eduardo Torroja, a los que luego se unió Pascual Bravo Sanfeliu. El recurso a estos arquitectos jóvenes y comprometidos con la arquitectura moderna para un proyecto de la envergadura de la Ciudad Universitaria -tan simbólico como político, tanto para la monarquía de Alfonso XIII, la República o el franquismo, cuando se remató-, era también la confirmación oficial de la Nueva Arquitectura y la consagración de un estilo.
Hay importantes edificios de diseño moderno en el complejo universitario, pero entre aquellos en los que participó Eduardo Torroja destacan el último edificio iniciado en la primera etapa, previa a la República. Se trata del Pabellón de Gobierno, que acogía a la Junta Constructora y luego a la Junta de Gobierno de la Universidad, que se encargó también a Manuel Sánchez Arcas quien, en colaboración con Eduardo Torroja, diseñó en 1930 uno de los edificios más modernos de la Ciudad Universitaria y lo construyó en tan solo unos pocos meses. De solo dos plantas y de pequeño tamaño, destacaba por unos volúmenes sencillos y por su horizontalidad, a su vez resaltada por el ladrillo visto en que estaba construido y que, tras su reconstrucción después de 1939, fue sustituido por piedra caliza, un material más cercano al racionalismo mussoliniano.
También Manuel Sánchez Arcas y Eduardo Torroja fueron los autores de uno de los edificios más modernos y representativos de la Nueva Arquitectura capitalina: la Central Térmica de la Ciudad Universitaria, el lugar que albergaba la maquinaria y las instalaciones destinadas a proporcionar la calefacción al resto de los centros del recinto universitario. Si esta centralización de servicios era ya una muestra de modernidad, no menos lo fue el diseño de este verdadero edificio-maquina, como lo califica acertadamente Sofía Diéguez Patao, gran conocedora con Carlos Sambricio de esta época arquitectónica. Se trata de una mole cúbica que por su función y, sobre todo, por su aspecto, remite a elementos y paisajes más industriales que universitarios. Con una característica tolvera que le distingue, y con unos muros de una geometría rotunda y cúbica, de enorme sencillez y funcionalidad reforzada por el ladrillo, la Central Térmica era la Bauhaus en Madrid.
Dentro de la Ciudad Universitaria hay que referirse también a las instalaciones deportivas, construidas en 1929 por el director del proyecto, Modesto López Otero, en colaboración con Eduardo Torroja, que muestran el interés de los arquitectos modernos por estas actividades al igual que su importancia en el proyecto de la Ciudad Universitaria, muy en la línea de las universidades americanas. Como todo el campus, este polideportivo tuvo que ser reconstruido tras las destrucciones producidas en la Guerra Civil al ser frente de guerra durante casi tres años.
Aunque el Hospital Clínico no se encuentra dentro del proyecto del campus, su proximidad y su importancia permiten incluir al edificio en el conjunto universitario con el que está vinculado. Es el Hospital Clínico una de las realizaciones más reconocidas de Nueva Arquitectura y quizás el ejemplo más completo del funcionalismo en la Ciudad Universitaria, fruto de las influencias americanas adquiridas por el arquitecto Manuel Sánchez Arcas a raíz de su visita neoyorquina, realizada en compañía de Miguel de los Santos Nicolás y del propio Manuel López Otero. La colaboración de Sánchez Arcas y Eduardo Torroja dio como fruto un edificio de aspecto geométrico y sencillo, como toda la Ciudad Universitaria, cuya solidez se iba a poner tristemente de manifiesto en los días de la Guerra Civil, cuando el Hospital Clínico se convirtió durante tres años en posición destacada en la línea del frente, y en observatorio privilegiado desde donde salió el disparo que acabó con el anarquista Buenaventura Durruti, y cuyas plantas, escenario de duros combates, cambiaban de bando una y otra vez, a veces en el mismo día.
En cierto sentido se podría decir que los puentes fueron casi una especialidad torrojiana, pues ya en los años veinte había construido los de San Telmo y Sancti-Petri. A estas obras se unieron los levantados en la Ciudad Universitaria, en concreto los viaductos de los Quince Ojos, de los Deportes y del Aire, que salva la luego llamada Avenida de los Reyes Católicos de la manera elegante a que acostumbraba a hacerlo Eduardo Torroja, y que comunicaba a la Universidad con la ciudad.
También de estos años de la República, y dentro de la actividad de la Nueva Arquitectura, sobresale un trabajo excepcional, ya de plena madurez, de Carlos Arniches, Martín Domínguez y del ingeniero de la generación, Eduardo Torroja. Se trata del conjunto de edificios situados en la trasera de la Colina de los Chopos, junto a la calle de Serrano, que constituyen el Instituto Escuela, construidos entre 1931 y 1935 y formados por tres pabellones –el Pabellón de Bachillerato, el Pabellón de Párvulos y el Auditorio-Biblioteca —, hoy día integrados en el Instituto Ramiro de Maeztu y en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Entre todos estos edificios destaca el Pabellón de Párvulos del Instituto Escuela, cuya construcción comenzó en 1933, alargándose durante dos años, y que se considera una obra clave en el llamado por los arquitectos el Movimiento Moderno en España. A pesar de su pequeño tamaño y de tener solo una planta, es un edificio que destaca por su sencillez y brillante diseño. Las aulas, alineadas y con un pequeño jardín o huerto cada una, se extienden separadas por una gran puerta vidriera que tiene una espectacular marquesina de hormigón apoyada en una pilastra, una audacia naturalmente obra de Torroja, que aun hoy día se puede ver tal cual.
Una de las últimas obras de la Nueva Arquitectura en Madrid realizada antes de la Guerra Civil es el Frontón Recoletos, un proyecto de Secundino Zuazo que pasa por ser su mejor obra, para el que convocó al ingeniero. Situado calle Villanueva, junto a la Biblioteca Nacional y en pleno ensanche madrileño, Eduardo Torroja llevó a cabo un alarde técnico espectacular al construir sus bóvedas. El edificio, que entusiasmó a los críticos desde su inauguración gracias a la combinación de belleza y sencillez, era un gran espacio rectangular dedicado a pista, gradas y servicios. Para lograr una correcta iluminación, se cubrió con dos grandes bóvedas de cañón, paralelas y de diámetros desiguales, lo que le daba un aspecto original y sumamente moderno, tanto desde el interior como desde el exterior.
Más brillante aun resulta el trabajo en equipo llevado a cabo por Carlos Arniches, Martín Domínguez y Eduardo Torroja en el Hipódromo de la Zarzuela, al que se considera una de las muestras más significativas de la Nueva Arquitectura y un modelo de colaboración entre especialidades, en este caso de arquitectos e ingenieros. A pesar del interés del conjunto, el verdadero carácter del Hipódromo, aquello que le identifica y le da su personalidad, son las espectaculares cubiertas, aladas y ondulantes, con las que parece sugerir, vistas en el horizonte, el vuelo y la línea que tanto se utilizaba en la pintura moderna desde el futurismo, y que aquí difundieron los Delaunay y los ultraístas. Estas imposibles estructuras de hormigón, que lograron sobrevivir milagrosamente a la guerra tras recibir cerca de una treintena de impactos de artillería, lo cual dice mucho de cómo fueron construidas, son probablemente la consagración de Eduardo Torroja como el ingeniero-arquitecto de la Nueva Arquitectura. El alarde en el cálculo de la estructura de la marquesina sorprende, pues carece de nervios y refuerzos, un hecho que determina su, más que ligereza, carácter aéreo, y lo que permite casi su consideración de escultura abstracta, de unas formas dinámicas muy vanguardistas que contrastan con la Naturaleza que le rodea. El hipódromo combinaba formas y lenguajes tradicionales, el neopopularismo de ecos andaluces de las arcadas, con los rasgos más avanzados de la técnica aplicada a la Nueva Arquitectura que tiene en los voladizos de hormigón ideados por Torroja un elemento de referencia por su originalidad y modernidad.
Una de las ultimas obras de Eduardo Torroja de estos años de discreto apogeo de la Nueva Arquitectura fue el Mercado de Abastos de Algeciras, realizado una vez más en compañía de Manuel Sánchez Arcas, en los que de la audacia y la elegancia de su cubierta laminar –durante más de treinta años fue una de las más grandes construidas– todavía sorprende y admira. Reúne este edificio los rasgos de sencillez, funcionalidad, geometría y ausencia de decoración que caracteriza al racionalismo y a lo más vanguardista de la Nueva Arquitectura, lo que confirma a Torroja como un de sus integrantes destacados. Una obra que está construida en una plaza de Algeciras, una ciudad tan alejada de lo que entonces era el centro, lo que permite comprobar que lo Nuevo en España durante los años anteriores a la guerra llegó a prácticamente todo el territorio, como demuestra Juan Manuel Bonet en su Diccionario de las Vanguardias.
Durante estos años de Edad de Plata y actividad plena, Eduardo Torroja continuó con la labor de investigación en que se apoyaba su actividad constructora por medio del Instituto Técnico de la Construcción y Edificación, que había creado en 1934 junto a otros arquitectos e ingenieros, entre los que estaban profesionales tan dispares como López Otero o su cercano colaborador Manuel Sánchez Arcas. Una tarea que contaba para su difusión con la revista Hormigón y Acero, fundada también por Torroja junto con Enrique García Reyes, y que servia de complemento de la actividad teórica, investigadora y práctica que le caracterizaba. Precisamente, después de la Guerra Civil, Torroja confirmó su condición de maestro en el empleo del hormigón y del acero mediante la continuación de la labor iniciada en los treinta, en este caso por medio de la Escuela de Ingenieros de Caminos y del Instituto Técnico de la Construcción y del Cemento, integrado en el nuevo Consejo Superior de Investigaciones Científicas, al que le dedicaría sus mayores esfuerzos.
A la labor de reconstrucción de las zonas devastadas consagró gran parte del trabajo de estos años, de nuevo con especial atención a puentes y viaductos como el llamado Martín Gil, realizado en 1941, que cruza un embalse sobre el Esla de manera airosa y ligera gracias a su espectacular arco central, de nuevo de dimensiones imbatibles durante mucho tiempo. Tras unos años de dedicación intensa a la investigación en el seno del ITCC, en los que disminuyó su labor constructora, en los años cincuenta retomó la actividad levantando en la localidad marroquí de Fedala un depósito elevado de agua, que es como una escultura gigante al tiempo que un alarde técnico, modelo de su idea de arte sin artificio. Sin embargo, Eduardo Torroja no pudo continuar mucho tiempo su actividad pues su temprana muerte en 1961 interrumpió más que su labor constructora, no muy intensa en los últimos años, su constante dedicación investigadora y docente, aunque no impidió que su nombre sea un referente en la arquitectura madrileña.
Desde sus comienzos madrileños en los ya lejanos días de las galerías Caballo de Troya y Seiquer, la pintura de Damián Flores, incluida en la figuración pictórica más moderna, ha recorrido un itinerario que se ha realizado a la luz de la literatura y de la arquitectura, de las letras y de las formas. Es una obra que se ha desplegado mediante un ejercicio de memoria, de investigación y de construcción de un universo histórico y literario. Un mundo y una poética que tienen como escenario esencial a las ciudades, a urbes como La Habana caribeña y vanguardista o la Caracas sesentera y moderna, pero también a una Torrelavega atemporal, a veces simbolista, y al París modianesco de la Ocupación; a las ciudades de la Galicia mágica y moderna de los dos Álvaros -Cunqueiro y Siza-, a la que también lleva a de Chirico, siempre latente con Hopper y Sironi en sus obras; a la pessoana Lisboa, a la académica Italia, donde se acerca a los metafísicos vía Roma y Florencia; a Nueva York, tan morandiano como de Andreas Feininger, o a las más cercanas Barcelona y Bilbao. Pero por encima de todo, el espacio natural de la pintura de Damián Flores es Madrid, el Madrid plateado y racionalista del Arte Nuevo, de Ramón Gómez de la Serna, Max Aub, Arturo Barea y Luis Gutiérrez Soto, de Chicote, el Capítol y la Gran Vía; el Madrid de los días del «¡No pasarán!» y los bombardeos, pero también la ciudad de los cincuenta y sesenta, que fotografió Francesc Catalá Roca, de la que se ha convertido en interprete y a la que convierte en referente de su pintura.
Dada la capacidad profesional, la actividad constructora y la discreción, un tanto literaria, que caracteriza a Eduardo Torroja en su colaboración con los arquitectos de la Generación del 25, no es de extrañar que un artista como Damián Flores, en cuya ya larga carrera pictórica la arquitectura desempeña un papel central, le haya dedicado obras y exposiciones. Teniendo en cuenta todo ello, diríamos que ocuparse de los trabajos del ingeniero de caminos madrileño era un asunto inevitable desde que, hace ya más de una década, dedicó su primera muestra al racionalismo arquitectónico en el Madrid de los años de la Edad de Plata, y otra a su admirado Le Corbusier. Esa deuda con los trabajos de Eduardo Torroja la saldó el artista no mucho más tarde con una muestra inaugurada en la galería Estampa, dedicada monográficamente al ingeniero.
Con ocasión de sus exposiciones anteriores, centradas en la arquitectura racionalista, Damián Flores ya había pintado alguna de las obras realizadas por Eduardo Torroja en Madrid durante los años en los que ejerció como el ingeniero de la Generación del 25. Son varios de sus trabajos más destacados y quizás más conocidos como el Hipódromo de la Zarzuela, el Frontón Recoletos y la Central Térmica de la Ciudad Universitaria, algunos de los cuales fueron reinterpretados por el artista e incluidos en la exposición monográfica dedicada al ingerniero. Junto a estas obras, el artista ha realizado también diferentes dibujos de otros tantos trabajos de Torroja existentes en la capital para ilustrar un libro que me resulta muy cercano, Madrid y el Arte Nuevo. Vanguardia y arquitectura. 1925-1936, de manera que se puede afirmar que en Flores, al igual que ha hecho con los arquitectos racionalistas, también se ha acercado a la obra torrojiana.
En sus pinturas, el interés de Damián Flores por Eduardo Torroja supera el ámbito de los años del racionalismo y de la nueva arquitectura de la Edad de Plata, al incluir trabajos realizados por el ingeniero en los años cuarenta y cincuenta, tanto en España como en el extranjero. Una opción que significa ir más allá del Torroja más clásico y conocido, el de los treinta, que naturalmente tampoco falta en su pintura, y del espacio más habitual de sus obras, como es el madrileño. Entre las pinturas realizadas por Flores dedicadas a las obras menos conocidas del ingeniero destacan la presa de Canelles, el viaducto sobre el Esla, el depósito de agua erigido en la ciudad marroquí de Fedala –un apogeo del hormigón en forma de escultura gigante, de hongo pétreo surgido en el desierto que se diría obra de Oscar Niemeyer– o un silo construido en Larache.
En la pintura de Damián Flores, la arquitectura se convierte en muchas ocasiones más que en una construcción irreal, en escenario metafísico, en entorno urbano solitario, geométrico y sugerente, en el que el protagonismo corresponde a las edificaciones. Sin embargo, otras veces se diría que en su pintura la arquitectura se humaniza al incluir en varias composiciones a personajes, en ocasiones un tanto misteriosos, que remiten a los paseantes solitarios y melancólicos de Caspar David Friedrich que pueblan los románticos acantilados bálticos. Una humanización que es discutible, pues esa presencia fugaz de un personaje anónimo convierte la escena, a veces de apariencia banal, en irreal a fuer de onírica y misteriosa. Unos elementos, tanto los metafísicos como los surreales, que dan un contenido literario muy intenso a sus pinturas, y que también está presente en las dedicadas a la creación torrojiana. Entre todas destacan la tabla dedicada a la presa de Canelles, en la que un personaje solitario se asoma al abismo de un inmenso telón de hormigón de extraña geometría, o aquella otra que presenta a un desconocido, también en soledad, contemplando un fantasmagórico y vacío Frontón Recoletos en el que parecen resonar los gemidos de los pelotaris y los gritos de los espectadores pendientes de sus apuestas, como en el que cuento de Wenceslao Fernández Flórez. A ambsa se unen otras dos pinturas de idéntico contenido: la que recoge a dos personajes que contemplan el Frontón Recoletos desde una perspectiva insólita, y que queremos imaginar son los propios Eduardo Torroja y Secundino Zuazo, y la que sitúa ante la cubierta del Hipódromo, representada en plenitud, a una nueva pareja, de nuevo anónima, que también remite a los autores del proyecto. Ambas obras tienen el contenido literario que busca el artista y que recoge su poética pictórica.
En otros trabajos hay también imágenes en las que el artista se aproxima al cine, a la fotografía e incluso al cómic, es decir, a la combinación de imágenes y narración, tanto en los asuntos como en la forma y en la técnica, cada vez de pincelada más ágil y disuelta, a la hora de resolverlos. Una proximidad entre pintura y literatura, entre dos tipos de creación complementarias, que son características en la pintura de Damián Flores. Así, en esta serie monográfica de obras dedicadas a Eduardo Torroja, quizás la más representativa sea la magnífica pieza que muestra un coche rodeado de personajes bajo el Viaducto de los Quince Ojos, representado en una perspectiva magnifica de resonancias metafísicas a lo de Chirico, que tiene un atractivo ambiente suburbial e, incluso, un cierto aire a Guerra Civil, a control miliciano de extrarradio madrileño de siniestra evocación. Una escena que las arcadas de Torroja en este paisaje de la Moncloa hacen más irreal a fuer de teatral, que, si no fuera por el modelo de automóvil, parece remitir al ambiente de «extraña retaguardia» que tuvo la capital en los días de la guerra. Todo ello aparece sin esquivar la realidad de la construcción torrojiana –que en ocasiones tiene un aire anticipatorio del racionalismo romano del EUR–, que es el propósito esencial de la pintura de Damián Flores, quien consigue combinar un relato apenas insinuado con el interés por la arquitectura, en una composición que remite a fotografías de Alfonso Sánchez o de Díaz Casariego, sacadas en los días de fuego y plomo de la capital.
Junto a este viaducto, también representado en otras dos obras, sobresale la pintura que muestra a un anónimo fotógrafo, de nuevo un guiño a la fotografía, que enfoca con su cámara de 35 mm a las gradas del Hipódromo de la Zarzuela, que nos remite otra vez a Francesc Catalá Roca. A este artista catalán se le puede considerar el fotógrafo de la capital junto con Alfonso Sánchez y Martin Santos Yubero, pues es autor de las imágenes del volumen dedicado a Madrid de Juan Antonio Cabezas aparecido en la mítica colección de viajes de editorial Destino, y que ya fue retratado por Damián Flores en su exposición dedicada a la Gan Vía a modo de homenaje. De esta combinación de dos planos, de realidad y ficción, de arquitectura, fotografía y relato que se complementan forma, el artista se acerca al apogeo de hormigón etéreo que representan las onduladas cubiertas del Hipódromo, sugiriendo una historia de intereses y contextos.
Es precisamente el Hipódromo de la Zarzuela, varias veces pintado por el artista, el motivo más representado entre las pinturas dedicadas por Damián Flores a los principales trabajos realizados por Eduardo Torroja en los años treinta. En este caso el edificio está representado por medio de la perspectiva nada convencional de su interior, abovedado y con escaleras, que muestra la modernidad formal del trabajo del ingeniero y que recuerdan una vista de la Brasilia de geometría niemeyeriana. También el Hipódromo es el entorno para uno de los habituales retratos de Damián Flores, un género clásico que siempre interesa al artista, que le permite fundir arquitectura y autoría. Es el caso del lienzo que muestra a un Eduardo Torroja con sombrero de aire weimariano, de personaje de película expresionista, retratado junto a un pilar de geometría audaz en un entorno de hormigón que acertadamente contrapone al paisaje madrileño de fondo, casi de Aureliano de Beruete, y que es sin duda un entorno adecuado para mostrar al personaje junto a una de sus obras más representativas.
A estas pinturas se añaden otras obras fundamentales en las que se aprecia especialmente el sello del ingeniero madrileño. Primero, el fundamental mercado de Algeciras, un compendio de sencillez y modernidad al que ha dedicado dos obras, al igual que el mítico Hospital Clínico, representado en esquina, destacando los vanos de las terrazas, y también en ruinas tras la Guerra Civil. Es esta una visión está muy propia del ingeniero, pues lo que destaca Flores en ella es la estructura del edificio diseñada por el ingeniero, que permanece en pie después de los combates lo que proclama el trabajo bien hecho. Después, la modernísima, bauhausiana, y ya citada, Central Térmica de la Ciudad Universitaria, apogeo de la sencillez y la funcionalidad racionalista, ya pintada por Damián Flores para su primera exposición monográfica dedicada al racionalismo en la arquitectura madrileña en sus años de la galería Estampa. Ahora, el artista ha realizado una versión de la Central Térmica en la que combina su tradicional arquitectofilia con el interés por lo narrativo. En la obra hay un grupo de personajes en primer término y de espaldas, como es habitual en la imaginería del artista, que parecen mirar con asombro la parte central del edificio en el que campea la tolva como una extraño añadido. Un conjunto en el que, si se quiere, se puede ver a los arquitectos de la Ciudad Universitaria que han acudido a admirar el que era entonces uno de los edificios más modernos de la capital y muestra del Arte Nuevo.
El conjunto de construcciones citadas son en su mayoría fruto de la colaboración de Eduardo Torroja con Manuel Sánchez Arcas, uno de los arquitectos más destacados de la Generación del 25 que luego, en los años de la guerra, fue Subsecretario de Propaganda en el gobierno de Juan Negrín, con quien, según su nieto Álvar Haro, parece que Eduardo Torroja mantuvo siempre una brillante colaboración y una estrecha relación, incluso durante los difíciles días del exilio berlinés del arquitecto, donde no dejó de enviarle desde el añorado Madrid un ejemplar de Informes de la Construcción, la revista del Instituto que dirigía.
En suma, estas obras dedicadas a Eduardo Torroja y su poesía del hormigón, de levedad y geometría, que tanto comparte el artista, son de nuevo una cita con la pintura y con la arquitectura, también con el cine, la fotografía y la literatura, es decir, con el arte contemplado de manera global y completa, como hace Damián Flores.
Texto escrito por Don Fernando Castillo
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